Viernes, 26 de Abril de 2024

Clásica y Ópera | Ópera

El caballero de la rosa de Richard Strauss

El caballero de la rosa de Richard Strauss

El libretista Hugo von Hofmannsthal y el compositor Richard Strauss comenzaron a trabajar en El caballero de la rosa en mayo de 1909. El estreno en la Hofoper de Dresde tuvo lugar el 26 de enero de 1911, tal como había ocurrido ya con Salomé y Electra, otra vez con Ernst von Schuch como director de orquesta y con el joven Max Reinhardt como director de escena. Fue el éxito más grande que pudo obtener en el siglo XX una ópera alemana. La obra ocupa uno de los primeros lugares en cuanto a cantidad de representaciones en todo el mundo.








Comedia con música en tres actos, libreto de Hugo von Hofmannsthal.

Personajes: La maríscala princesa Werdenberg (soprano); el barón Ochs von Lerchenau (bajo); el conde Octavian, llamado Quinquin, un joven señor de una gran casa (mezzosoprano); el señor von Faninal, un rico ennoblecido (barítono); Sophie, su hija (soprano); la joven Marianne Leitmetzerin, ama de llaves de Faninal (soprano); Valzacchi y Annina, pareja de intrigantes italianos (tenor y contralto); un comisario de policía (bajo); el mayordomo de Faninal (tenor); un cantante (tenor); un notario (bajo); un tabernero (tenor); tres huérfanos nobles, una viuda noble, una modista, un comerciante de animales, un peluquero, criados, mozos, personajes mudos.

Lugar y época: Viena, hacia 1750, durante el reinado de la emperatriz María Teresa.

Argumento: Una introducción orquestal de brillante color y movimiento tempestuoso describe la noche de amor que Quinquin, el joven conde Octavian, vive en brazos de la princesa Werdenberg. El primer acto se desarrolla en su dormitorio. Amanece. Octavian está arrodillado junto a la cama de su amada, acaricia y besa a ésta. Se siente embriagado de dicha, mientras en el amor de la princesa hay un sentimiento más maduro. Es unos quince años, tal vez veinte, mayor que Quinquin, que sólo tiene diecisiete, y sabe que «hoy o mañana o pasado mañana» llegará el instante de la despedida, de manera que en su afecto hay algo de melancolía. Un criado negro lleva el desayuno: Octavian se oculta, pero olvida su espada en un lugar visible. Le preocupa no tener ninguna experiencia en situaciones así. La princesa lo consuela, la alegría regresa. Sin embargo, cuando Quinquin menciona al mariscal, el esposo de la princesa, que en ese momento visita una lejana guarnición, la mujer se pone pensativa. La noche anterior soñó con él. Fue como si hubiera oído sus golpes en la puerta del dormitorio y... ¿Qué es eso? Se oyen claramente voces airadas. ¿El mariscal? Octavian la tranquiliza: el mariscal está lejos. ¿Quién entonces?

Por fin, después de una larga y violenta discusión en la antesala, se abre la puerta (Octavian apenas tiene tiempo de ocultarse), y entra el gordo, jovial y maduro barón Ochs von Lerchenau, un pariente lejano de la maríscala, saluda a su «prima» con un besamanos algo provinciano y se sienta cómodamente. La princesa recuerda de repente una carta que este primo le había escrito y que ella no había leído o había olvidado. Sí, el barón había anunciado aquella visita para pedirle su benévolo consejo con ocasión de su matrimonio, pues pensaba casarse con una joven, a decir verdad de origen burgués, pero hija de un proveedor del ejército, muy rico y de muy buena salud, que acababa de ser elevado a la nobleza por Su Majestad. Además, a la joven hasta «un ángel la encontraría guapa». El barón no oculta que su situación financiera necesita urgentemente algún apoyo; y por eso se ha decidido por este enlace, que tiene algo de braguetazo. La maríscala no sabe si reírse del noble de provincias, cómico a pesar suyo, o amargarse por la situación del mundo.

Octavian, que ha encontrado en algún lugar un uniforme de doncella, se deja ver durante la conversación, y disfrazado de esa manera quiere refugiarse en otra habitación. Sin embargo, el barón Ochs, aunque hace mucho que ha dejado de ser mozo, no es hombre que deje escapar a una mujer tan joven. Mientras charla con la maríscala, echa flores a la supuesta doncella, para diversión secreta de la princesa, que en ese momento, puesto que el barón ha expuesto ya el motivo de su visita, propone como encargado de la petición de mano, como «caballero de la rosa», al joven conde Octavian Rofrano. Ochs, sintiéndose muy honrado por tan distinguida elección, le da las gracias, pero queda muy sorprendido cuando contempla el retrato del conde que le alarga la maríscala. El parecido con la doncella es notable. La princesa sonríe. «¡Qué cosas ocurren en Viena!», piensa el noble de provincias, que piensa aprovechar durante unos días aquella supuesta liberalidad de costumbres.

Todavía pide a su prima que le recomiende un buen notario para el contrato de matrimonio, que espera redactar en su propio provecho. El notario se encuentra en la antesala, como todas las mañanas, mientras empleados, peticionarios, parientes y amigos se agolpan para la recepción. Entonces se abren las anchas puertas y comienza la audiencia, mientras, de acuerdo con la antigua costumbre de los nobles, peinan y visten a la maríscala. Hay una viuda con tres huérfanos que pide protección; un cantante con un flautista (que interpretan una hermosa aria al estilo italiano); un tratante en animales, que elogia un magnífico ejemplar de perro; un erudito, una sombrerera, una pareja de intrigantes que ofrece sus servicios para todo tipo de informes y encargos; la servidumbre de Ochs von Lerchenau, de aspecto muy sospechoso; y por último, el notario, que el barón lleva en seguida a un lado para comunicarle sus deseos tocantes a la redacción del contrato matrimonial. La discusión de los dos hombres es cada vez más violenta, pues el barón exige cosas legalmente imposibles. Finalmente, el barón brama de tal manera que el cantante se interrumpe espantado y la audiencia sufre una desagradable interrupción. Mientras todos se retiran, Ochs pone en la mano de la maríscala la rosa de plata, el símbolo de la petición de mano aristocrática. Por mediación suya, el conde Octavian deberá entregarla a la señorita von Faninal, la prometida del barón. Luego se hace el silencio.

La princesa está en actitud pensativa ante el espejo. ¡Cómo desprecia al grosero primo que se casa con una bella joven, pura y demasiado buena para aquel viejo verde que incluso cree que tiene algo que perder! Sus pensamientos se dirigen al pasado. ¿Acaso ella misma no fue una niña inocente a la que sacaron del convento para casarla? ¿No está ahora casada con un hombre a quien apenas conoce, que siempre está de viaje? ¿Adonde ha ido su propia imagen? Se contempla largamente en el espejo. Las primeras arrugas, los ojos inteligentes que han visto y llorado mucho: no, la joven de otras épocas ya no existe. Y sin embargo, ¿no es siempre la misma en el corazón? Antes, la pequeña Resi, luego, la princesa madura... ¿Cómo puede ocurrir? ¿Cómo lo permite Dios? Si al menos impidiera que se tuviera aquel aspecto al envejecer... ¿El sentido de todo? Permanece en secreto. Y se está allí para soportarlo. Y toda la diferencia está en cómo...

El maravilloso monólogo de la maríscala suena lleno de ternura y contenida tristeza. Pero entonces la vida vuelve a entrar en su habitación, en forma de Octavian, que viste esta vez un traje de montar. Octavian no entiende por qué su amada está pensativa o de mal humor. Tal vez esté preocupada por su terrible primo, o tal vez tenga miedo de lo que le pueda ocurrir a él. Hace ademán de abrazarla. Ella lo rechaza con dulzura. «Hoy, o mañana, o pasado mañana», piensa y dice la princesa. Octavian no la entiende: «Ni hoy ni mañana: ¡nunca!». La maríscala decide que le facilitará las cosas cuando llegue el momento. Octavian se siente herido o se hace el ofendido, y se va. «Incluso tengo que consolar al joven por el hecho de que antes o después tenga que abandonarme», piensa la princesa. Y luego, sobresaltada: «Ni siquiera le he dado un beso de despedida». Envía a sus lacayos, pero Octavian se ha ido a caballo. Entonces, con una sonrisa triste, entrega al pequeño negro el estuche de la rosa de plata: Llévasela al conde Octavian..., él sabe de qué se trata... El telón cae lentamente sobre uno de los finales de acto más melancólicos que hayan creado un poeta profundo y un músico capaz de representar magistralmente todos los sentimientos humanos.

En el palacio del nuevo rico, el señor von Faninal, todo está preparado para el gran día. El señor de la casa no cabe en sí de orgullo: ¡su yerno un barón! ¡Y un tal conde Rofrano es el «caballero de la rosa»! El nombre de éste resuena en las calles por donde pasa su carroza. Rápidamente hace las ultimas advertencias a Sophie, la bella novia, y a la fiel Marianne, el ama de llaves. Octavian, vestido de plata resplandeciente, joven y apuesto, entra en el palacio. Solemnemente lleva la rosa que el novio debe enviar a la novia, antes de entrar en la casa, como signo de amor. La música alcanza entonces un esplendor indescriptible, centellea e ilumina con colores enceguecedores.

Los dos jóvenes se encuentran: Sophie con una profunda inclinación y Octavian con un gesto cortés. Balbucen palabras entrecortadas mientras el conde entrega la rosa. Sophie la acerca a su rostro: su perfume es como el de las rosas del cielo, no como el de las terrenales, ¡y qué alejada del mundo suena la elevada melodía que Strauss pone en su garganta en ese instante!

La conversación va cobrando vida lentamente. Sophie vence su timidez y cada vez parece más atractiva al joven conde. Faninal se acerca con el novio. El contraste no podría ser mayor. Ochs se comporta desde el primer momento de manera desdeñosa, como él mismo dice, pero en realidad como un tratante en caballos que inspecciona a su novia de arriba abajo. Faninal está pagadísimo de sí mismo. ¡Si todos los vieneses envidiosos pudieran ver su palacio! Pero Sophie siente repugnancia por aquel grosero y por sus ofensivas observaciones. La indignación de Octavian es cada vez mayor. Ochs entona su canción favorita, una melodía de vals popular que suena soez en su boca y con la que exalta de manera burda los placeres de la carne. Afortunadamente, cuando la tensión parece haber llegado a su punto máximo, se presenta el notario. Ochs se retira con él a una habitación contigua. Entonces Sophie da rienda suelta a su desesperación. ¡Jamás se casará con aquel patán! Octavian no la puede ayudar; primero debe obrar ella sola. Pero ambos saben que no podrán olvidar aquella hora. Se abrazan con fuerza.

La pareja de intrigantes ya está allí y da la alarma. El barón enfoca el asunto «como un hombre de mundo», pues se trata de su «primo» (Octavian se estremece ante la familiaridad), y él mismo había pedido al joven conde que despejara la timidez de Sophie. Sin embargo, aquel tono ligero sirve de poco. Sophie le dice en la cara que nunca se casará con él. Ochs hace como si no entendiera, quiere seguir ocupándose de los trámites con el notario. Pero Octavian se planta delante de él y confirma las palabras de Sophie. Ambos sacan la espada, pero, al primer rasguño, el barón deja caer la suya y comienza a gritar pidiendo auxilio. Lo tienden en un diván y le ponen vendas. Octavian ha abandonado la casa, Faninal está furioso con su hija, a la que plantea la alternativa de casarse con el barón o ir a un convento. La escena es grotesca. Ochs recupera pronto su buen humor, después de algunas invectivas contra la juventud y la gran ciudad, pero sobre todo gracias a una carta que Annina, la intrigante, pone en sus manos. Es de la doncella que el barón conoció el día anterior en el palacio de la maríscala, y que le pide una cita. ¡El barón es irresistible! Muy ufano, el barón silba y tararea su vals favorito, y está completamente satisfecho de la marcha del mundo.

El comienzo del acto tercero convierte la comedia en farsa, tal vez en exceso. En un reservado de una taberna de Viena, Ochs ha preparado todo para su cita con Marianne, la supuesta doncella: iluminación difusa, buenos vinos, música suave en la habitación contigua. No sabe que todo figura en los planes secretos de la «otra parte», y que habrá de recibir una formidable lección que redundará en la liberación de Sophie. Aparecen la supuesta Mariandl y Ochs, éste con el brazo vendado, herido en el enfrentamiento del día anterior; el barón pone en juego en seguida sus artes de seductor, pero nada sale bien. La joven se muestra tonta y lloriqueante, en todos los rincones de la habitación parece haber duendes y por último llega un comisario de policía. Ochs todavía cree que puede ganar. Apela a su parentesco con la maríscala y presenta a la joven como si fuera su novia, la señorita von Faninal. Por supuesto, se opone a que se comprueben sus afirmaciones, pero el comisario se muestra muy recalcitrante. Entonces aparece Faninal con su hija, indignado por haber sido emplazado de noche en una taberna de mala fama, para sacar a su futuro yerno de una situación desagradable. Ochs comienza a sospechar, pues él habría sido el último en llamar a Faninal. En el punto culminante de la confusión, Octavian se quita rápidamente el pañuelo y las ropas de doncella. Ochs se restriega los ojos. Pero entonces llega la maríscala, saludada respetuosamente por todos. A un gesto de ella, el comisario se despide. Ochs quiere protestar una vez más, cree que todavía puede salvar el tipo. «Si Marianne es Octavian..., entonces...» «Si es un caballero —le replica la princesa—, será tratado como tal»; es lo único que ella espera de él. Y Ochs se recupera, intenta mantener la compostura, a pesar de que ha perdido la peluca y presenta una imagen lamentable en medio de las personas que pugnan por acercársele. Se va, y la farsa se convierte en drama. Hofmannsthal construye con mano maestra un final estremecedor. Hay tres personas en escena: la maríscala, Octavian y Sophie. Ha llegado el gran momento que la princesa había intuido hacía mucho. Y con infinita nobleza hace realidad su propósito: facilitarle las cosas al joven, aun cuando a ella se le desgarre el corazón. «Prometí quererlo bien...», comienza el terceto, de una belleza intachable, casi sobrenatural.

La princesa ofrece el brazo a Faninal, que de esa manera recibe un poco de consuelo en compensación por los golpes sufridos. Sophie y Octavian se quedan solos. El canto final que une el corazón de los dos jóvenes es sencillo, popular, mozartiano y lleno de calidez íntima: «Es un sueño, no puede ser cierto que estemos juntos, juntos para siempre...». Lentamente salen de la sala, en la que se van apagando las luces. El pequeño negro llega corriendo, recoge un pañuelo del suelo y sale corriendo.

La música es otra vez ligera y alegre. Como si quisiera subrayar las palabras de la maríscala: «Todo ha sido una mascarada vienesa y nada más...». ¿Nada más?

Libreto: El poeta y el músico intercambiaron correspondencia sobre el título de esta comedia. Por último, Hofmannsthal encontró la solución: «Comedia con música, de Hugo von Hofmannsthal, música de Richard Strauss». De hecho, había creado mucho más que un libreto: una comedia perfecta que por sí sola también podría conocer el éxito en el teatro. No todo lo que suele atribuírsele es realmente de Hofmannsthal, pero son suyas muchas otras cosas que parecen tomadas de la historia. Por empezar por las últimas: la costumbre aristocrática de enviar un «caballero de la rosa» a la casa de la novia antes de que entre el novio no ha existido nunca, su invención se debe a la rica fantasía del poeta, por más que se quiera suponer hoy, puesto que la ópera ha llegado a los círculos más amplios, que se traía de una auténtica tradición vienesa. Es cierto que Hofmannsthal ideó el argumento, junto con el refinado conde Harry Kessler (que más tarde dejó de figurar entre los autores), pero ambos debieron de conocer el diario íntimo, de los años 1742-1749, del mayordomo imperial austríaco príncipe Johann Joseph Khevenhüller-Metsch; en ese diario aparecen muchos nombres que Hofmannsthal incluyó en el libreto de El caballero de la rosa: Quinquin, Lerchenau, Werdenberg, Faninal, etc. También se menciona al pequeño moro que está al servicio de la princesa, así como algunas figuras que aparecen durante la audiencia.

De todos modos, lo que construyó Hofmannsthal a partir de estas antiguas fuentes vienesas es una obra maestra. ¡Qué magníficas figuras, cuánta calidez humana! Ochs von Lerchenau: auténtico, vivido, un grotesco noble de provincias que tiene malas experiencias en la ciudad por su propia culpa y al que por último no le queda más remedio que poner buena cara al mal tiempo (como se lo sugiere su adversaria, infinitamente superior, la maríscala), pero que a causa de su egoísmo, su afán de cazar dotes y su confuso donjuanismo no sólo está dotado de rasgos negativos sino que el público se ríe de él y lo desprecia, aunque no llegue a odiarlo.

La maríscala: una de las figuras más conmovedoras y maravillosas de todas las épocas de la ópera (y del teatro). ¡Con cuánta nobleza oculta su desengaño, que previo como hábil mujer de mundo! ¡Qué poco patética es su actitud cuando habla del envejecimiento (monólogo del primer acto), de su intento infructuoso y sin embargo profundamente humano de detener la marcha trágica de los relojes! La mujer que envejece: podría ser una tragedia, pero es una fina pincelada de ligera melancolía. Por lo demás, según los parámetros actuales, es una mujer joven; Strauss, cuando se le preguntó, dijo que la maríscala tenía más de treinta años, y en la Viena de 1750, ninguna mujer de esa edad se consideraba joven. Hofmannsthal necesita esa diferencia de edades que hay entre la viril juventud de Octavian y la madurez de su amada para darle tensión al argumento; ha dado a la maríscala tal riqueza de rasgos conmovedores que ésta conquista sin esfuerzo todo el favor del público, más que las otras figuras. Ella, que nunca conoció la verdadera dicha del amor, conduce a su joven amante con tanta sensibilidad y delicadeza hacia la vida, se propone hasta tal punto «incluso amar el amor de Octavian por otra», que toda la corriente de simpatía corre hacia ella desde el momento en que el telón se levanta por primera vez. ¡Cuánta nobleza y grandeza humana le ha dado Hofmannsthal, pero también cuánto encanto, humor, calidez femenina, conocimiento de la vida! ¡Y cuánta maestría hay también en Hofmannsthal, que pudo situarla en una comedia risueña, a pesar de que la maríscala nunca es cómica ni «graciosa»! Por supuesto, se trata de una comedia en que la nostalgia, las lágrimas y la profunda melancolía están tan a mano como la risa, el buen humor, la alegría del daño ajeno y la comicidad de las situaciones. Desde el primer instante se siente que Octavian y Sophie están hechos el uno para el otro. Hofmannsthal lleva con cuidado a cada uno al encuentro del otro, en medio de confusiones, con gran sentido práctico. Nunca se elogiará lo suficiente esta comedia.

Música: Strauss intensifica todos los sentimientos humanos del texto. Con frecuencia, sus melodías expresan con mayor claridad los pensamientos de los personajes que las palabras de éstos. Allí donde Hofmannsthal ha creado un espacio para una gran música de teatro, se lanza Strauss con todo su entusiasmo: por ejemplo, en la audiencia de la maríscala (con el magistral conjunto que se eleva en torno del eje firme y grandioso del aria italiana), pero de manera insuperable en la escena del caballero de la rosa, en el segundo acto. Allí, el centelleo de la rosa de plata, el perfume de esencia de rosas persas, el brillante desfile de los criados de Rofrano, la emoción de Sophie, la juvenil dignidad y alegría de Octavian, pasan a la orquesta atronadora y luminosa (con sonidos de la celesta y el arpa en primer plano): imagen que se ha vuelto sonido, sonido que se ha vuelto imagen. El caballero de la rosa significa un cambio de dirección en la creación del maestro; es posible que las melodías exuberantes, las armonías embriagadoras, el dichoso abandonarse al sonido bello parecieran a los jóvenes o a los «modernos» de entonces casi como una traición a Salomé y a Electra. A partir de entonces le pusieron la etiqueta de «conservador», cuya gran maestría no se podía negar, pero cuyas opiniones respecto de la música contemporánea no había que tomar en serio. Strauss, con esta obra, se separó de Schoenberg y Stravinski. Las épocas posteriores deberán investigar esos desarrollos; para nosotros es suficiente constatar este regreso a la base tonal, este alejamiento de las disonancias y de las novedades armónicas, que cada vez se encaminaban más hacia lo desmesurado. El caballero de la rosa es un canto a la belleza pura, a la claridad conceptual y expresiva de las épocas clásicas. Este regreso debió de tener motivaciones profundas; hablar de una disminución de la potencia creadora del compositor sería insensato ante esta partitura de extraordinaria categoría.

Historia: Apenas terminada Electra, el libretista y el compositor comenzaron a intercambiar correspondencia sobre una comedia. El trabajo comenzó en mayo de 1909: Hofmannsthal envió escena tras escena (desde su residencia de Rodaun, cerca de Viena) a Richard Strauss, que se entusiasmó en seguida. El 26 de enero de 1911 tuvo lugar el estreno en la Hofoper de Dresde, tal como había ocurrido ya con Salomé y Electra, otra vez con Ernst von Schuch como director de orquesta y con el joven Max Reinhardt como director de escena. Fue el éxito más grande que pudo obtener en el siglo XX una ópera alemana. Y El caballero de la rosa ocupa uno de los primeros lugares en cuanto a cantidad de representaciones en todo el mundo.

Fuente: "Diccionario de la Ópera" de Kurt Pahlen
 
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Breves

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  • El aprendiz de brujo de Paul Dukas se basa en una balada de Goethe. Es un scherzo sinfónico que describe fielmente cada frase del texto original.

  • La primera ópera de la que se conserva la partitura es Orfeo de Claudio Monteverdi. Se estrenó en Mantua en 1607, con motivo de la celebración de un cumpleaños, el de Francesco Gonzaga.

  • La obra que Stravinski compuso desde la época del Octeto de 1923 y hasta la ópera The Rakes Progress de 1951, suele considerarse neoclasicista.

  • En la Edad Media encontramos la viela de arco, de fondo plano y con dos a seis cuerdas, que se perfeccionó en la renacentista, hasta llegar a su transformación en el violín moderno a partir del siglo XVI, cuando se estableció una tradición de excelentes fabricantes (violeros) en la ciudad de Cremona.


Citas

  • DANIEL BARENBOIM

    "Un director no tiene contacto físico con la música que producen sus instrumentistas y a lo sumo puede corregir el fraseo o el ritmo de la partitura pero su gesto no existe si no encuentra una orquesta que sea receptora"

  • GEORGE GERSHWIN

    "Daría todo lo que tengo por un poco del genio que Schubert necesitó para componer su Ave María"

  • GUSTAV MAHLER

    "Cuando la obra resulta un éxito, cuando se ha solucionado un problema, olvidamos las dificultades y las perturbaciones y nos sentimos ricamente recompensados"

  • FRANZ SCHUBERT

    "Cuando uno se inspira en algo bueno, la música nace con fluidez, las melodías brotan; realmente esto es una gran satisfacción"

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